Hace más de un año desde la publicación de este librojuego, que ya se ha convertido en todo un clásico del medio, y del género de Espada y brujería en general. Para conmemorarlo, nada mejor que poder echar una ojeada al comienzo de esta aventura sin igual. Y empieza así:
El
calabozo, de gruesas paredes de piedra rezumante, estaba tenuemente
iluminado por un rayo de luz que descendía desde un punto
indeterminado del techo abovedado. El rítmico golpeteo del agua era
el único sonido distinguible en la penumbra, que cubría como una
gélida mortaja a las cuatro figuras yacientes. Poco a poco, los
durmientes fueron recuperando la consciencia, haciendo tintinear los
eslabones de sus recias cadenas entre gruñidos y maldiciones, a
medida que sus pupilas se iban adaptando a la semioscuridad. El
primero en dar voz a la pregunta que comenzaba a formarse en las
mentes somnolientas de los cuatro cautivos fue un hombre joven, de
miembros esbeltos pero fibrosos, con el rostro curtido por el viento
y el sol, ataviado con ropas de marino y luciendo una espléndida
cabellera del color de la miel:
—¿Qué se supone
que es esto? ¿Por qué estoy encadenado a una pared, en este sucio
agujero?
—Lo mismo me
estaba preguntando —respondió la cautiva que tenía frente a él,
una mujer de felina belleza exótica, cuya piel cobriza denotaba su
procedencia del continente negro, tal vez de las costas orientales,
donde distintas razas coexistían y entremezclaban su sangre sin
traba alguna—. Todo lo que recuerdo es que estaba a punto de
proclamarme campeona de la Larga Marcha de Punt. Llevaba una buena
ventaja sobre mis perseguidoras y ya solo tenía que coronar el
último risco, antes de encarar el tramo final. Entonces, sucedió
algo extraño: aparecieron unos pájaros gigantes con cabeza de
lagarto cornudo, y uno de ellos me raptó sin que pudiera hacer nada
por evitarlo. Después, debí de desmayarme —añadió, no sin
cierto azoramiento.
—A mí me pasó
algo similar —intervino una mujer de dorados cabellos recogidos en
trenzas. Hablaba el nemedio con un fuerte acento nórdico, como
masticando las vocales. A pesar de que estaba sentada con los brazos
abrazando sus rodillas, se apreciaba el gran tamaño de sus brazos y
su cuello de toro. Sin duda, se trataba de una mujer guerrera de
Vannaheim—. Celebrábamos la cacería del zorro de las nieves,
cuando una repentina ventisca me separó de mis hermanas. Cuando
finalmente se aclaró mi visión, caí en manos de tres gigantes de
hielo, iguales a los que aparecen en las sagas de mis ancestros.
Hasta ese día, siempre había creído que tan solo se trataba de
cuentos para asustar a los niños traviesos. Ahora sé la verdad.
—Entiendo el
idioma que habláis, pero no consigo adivinar el sentido de todo este
galimatías —dijo un hombre de ojos rasgados, cuya piel mostraba el
tono amarillento de los enigmáticos súbditos de Kithai—. Yo era
el comandante de la guardia de Khumhai Khan, el poderoso Señor de la
Guerra. Me disponía a pasar revista a mi tropa, después de realizar
una ofrenda en el templo del Dragón, cuando dos demonios se
materializaron en el aire ante mí, cogiéndome desprevenido y
llenándome de deshonor. Caí inconsciente en sus garras, no sin
presentar batalla, solo para despertar encadenado en esta mazmorra
hedionda. ¿Alguien sabe dónde estamos exactamente?
Como respuesta a su pregunta, un ruido
metálico procedente de la gruesa puerta de madera reforzada, en la
que no habían reparado hasta entonces, atrajo su atención. Esta se
abrió con un chirrido, para dar paso a la figura enjuta y encorvada
de un anciano enfundado en una túnica carmesí, en cuyas anchas
mangas ocultaba las manos. Tras él, cuatro guardias armados con
picas formaban en silendio. Sus rostros cetrinos mostraban la rigidez
de la muerte, con su mirada vacía contemplando el infinito. Con una
sonrisa cínica que le daba el aspecto de un chacal, el anciano de
cráneo pelado se dispuso a hablar:
—Bienvenidos,
extranjeros. Todos sois grandes guerreros, de probado valor en el
combate. —Su voz pastosa y engolada destilaba malignidad, como el
siseo de una cobra—. Sin embargo, debo anunciaros que al final del
día, tal vez todos hayáis muerto. No obstante, uno de vosotros
tendrá la oportunidad de ser el elegido para engendrar la Estirpe de
la Serpiente. Pero antes, deberá probar ser digno de tal honor,
superando los múltiples peligros del Laberinto de Set.
—¿Qué tontería
es esa? —dijo el joven marino, que por su aspecto bien podía ser
un pirata de los mares del sur—. ¿Y si nos negamos?
—Tal opción no
está contemplada. Aquel que se oponga a los designios de Set,
sufrirá una muerte lenta y agónica, digerido en vida por los jugos
estomacales de una boa ceremonial. Aceptando el desafío, al menos
tendréis una opción de conservar la vida... o de encontrar una
muerte digna de un guerrero.
Los músculos de la mujer nórdica se
tensaron como montañas, al saltar esta presa de la ira. Sin embargo,
los grilletes que la retenían le hicieron caer estrepitosamente
sobre la piedra. Herida en su orgullo, rugió:
—¡Yo no voy a
aparearme con nadie por la fuerza, como si fuera una res! ¡Antes
tendrán que cortarme los brazos y las piernas!
El anciano la contempló, satisfecho,
antes de aseverar:
—He visto antes
esa actitud, hembra. Sin embargo, llegado el caso, entrarás en
razón.
—¿Y si lo
consigue más de uno? —inquirió la atleta broncínea—. ¿Qué
pasa entonces?
—Como he dicho
—contestó el anciano, arrastrando cada sílaba como si las
estuviese degustando—, solo puede haber un ganador. El resto, muere
a manos del Laberinto... ¡o de otro competidor!
En los aposentos reales, una extraña
pareja contemplaba el transcurso de los acontecimientos desde su
espejo encantado. La mujer llamada Zelena, pálida como la cera,
estaba sentada en el regazo de su hermano, Lord Vórtix. Ambos
presentaban un gran parecido en sus rasgos anémicos, que les daban
el aspecto de dos vampiros de edad indeterminada. Él, vestido con un
camisón de fina seda, ricamente ornamentado, jugueteaba con los
pechos de su hermana, con aire distraído.
—Parece que este
año tenemos una buena cosecha, Zelena —dijo él, lánguidamente.
—Ya veremos,
querido hermano. Nunca es fácil encontrar un buen progenitor para mi
descendencia... ¡O un buen útero para tu simiente!
—Tenemos que
introducir sangre nueva en nuestro linaje, de lo contrario nunca
podremos librarnos de la maldición que pesa sobre nuestra familia.
Una nueva generación de Hijos de Set, libre de taras, nos sucederá
a nuestra muerte. —Dedicó una mirada de reojo hacia la cama, donde
jugueteaban despreocupadamente sus retoños. Se trataba de seis
engendros retorcidos y deformes, que tan pronto caían presa de un
llanto descontrolado, como reían a carcajadas sin motivo aparente.
En sus babeantes bocas y sus ojos de mirada perdida se podía leer el
estigma de la endogamia.
—Haré que se los
lleven ahora mismo, hermano mío —dijo la mujer, despojándose de
sus regias vestiduras—. Jugaremos un rato tú y yo, antes de que
empiece el espectáculo.
Fueron conducidos hasta un amplio
espacio abierto de planta circular, rodeado de gradas ciclópeas que
parecían alcanzar las propias nubes. En el centro de la arena se
alzaba una construcción en forma de cruz, con puertas en cada uno de
los extremos. Comprendiendo que toda resistencia sería inútil, los
cuatro guerreros formaron orgullosos, preparando sus mentes para los
peligros ignotos que habrían de enfrentar.
—No os dejéis
engañar por las reducidas dimensiones que parece tener el Laberinto
de Set, guerreros —dijo el anciano, al ver las miradas de extrañeza
que se intercambiaban los cautivos—. ¡Comprobaréis que su
interior es mucho mayor de lo que aparenta visto desde fuera, gracias
a la magia arcana del gran dios Set!
La atleta de la Costa Negra abría y
cerraba los puños, blanqueando sus nudillos a cada presión. Su
mandíbula orgullosa parecía decir que no iba a dejar que nada le
impidiera ser la ganadora.
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La poderosa guerrera nórdica se
erguía impasible, con los gruesos brazos cruzados sobre el busto
generoso. Usaría sus habilidades de rastreo para hallar el camino
más corto, y luego acabaría fácilmente con sus rivales.
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El oficial khitanio estudiaba a sus
rivales en silencio. Confiaba en su habilidad en la lucha cuerpo a
cuerpo para deshacerse de sus competidores, en caso de encontrarse
con ellos en el interior del laberinto. Lo único que le preocupaba
eran los peligros desconocidos que habría de superar antes de llegar
hasta el final.
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